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ISSN 1989-4163

NUMERO 15 - SEPTIEMBRE 2010

 

A Busman's Holiday

Lalo Borja

Dicen los ingleses, con ese aire de eufemismo burlón que utilizan para descalificar lo incalificable, que la vacación del conductor de autobús es tan solo una continuación de su vida diaria.

El mismo concepto debe aplicarse por extensión lógica al fotógrafo cuando sale de veraneo. Con la excepción que, en mi caso particular, todo cambia de color el momento mismo de salir de casa y se vuelve excitante, (favor perdonar el anglicismo) una vez a bordo del primer tren que toma rumbo a Londres.

Dejando de lado al conductor de marras, cuya vacación es un dale que dale a la caja de cambios sin enrollarse con el paisaje, la mía es todo lo contrario. Tan pronto me acomodo en la silla, bien sea por tierra o aire, no hago más que hurgar con la mirada por todos los rincones, no vaya a ser que se me quede algo sin escudriñar.

Es lo que acabo de experimentar mientras intentaba disfrutar  lo que en principio pensé serían dos semanas tirado panza arriba en la gloriosa playa gaditana conocida como la Caleta.

La víspera del viaje, mientras empacaba maletas y posibles lecturas de estío, me vi dedicado por entero al dolce far niente. Me proyecté al futuro leyendo embelesado historias de detectives o, cuando menos, engolosinado admirando el vaivén de las olas y las chicas en bikini.

Volviendo a los ingleses, éstos llaman pipe dreams (sueños de humo)  todo aquello que no deja de ser más que una ilusión pasajera. Lo cual puede ser aplicado con rigor a mi planeado descanso bajo una colorida sombrilla de playa. Porque fue tan sólo llegar y alucinar. Del alucine a la lente de la Rolleiflex no hay más que un paso. Y viceversa.

Me explico: la Caleta es un microcosmos efervescente en la vida cotidiana de los gaditanos que habitan el casco histórico de aquella hermosa ciudad. Allí se dan cita diariamente las abuelas del grupo de aeróbicos, los apasionados del sol, los obsesivos del ejercicio, los abuelos barrigones cuidando de sus pequeños nietos; los inmigrantes ilegales llegados desde el Senegal en patera a costas de Andalucía vendiendo cacharros bajo el calcinante sol de mediodía; los pensionados que recargan baterías hasta la hora del almuerzo; los adolescentes que no descansan un segundo durante cinco o seis horas de juguetear de arriba a abajo y, por pura casualidad, uno que otro turista despistado que vino a caer a la Caleta por accidente y no puede dar crédito a sus ojos por todo aquello que tiene frente a sí.

Finalmente está el fotógrafo venido de otros lares que asiste con los ojos cuadrados a un maravilloso desfile exuberante. Es una fluctuante procesión pagana, carnal, multicolor e intensa. Y mucho más atractiva que la más apasionante aventura escrita en libros que muy pronto conducen al hastío.

Todo el entorno se constituye en una  rica paradoja visual y allí termina la literatura. Porque es mucho más fácil leer el verano en los cuerpos con sólo levantar la vista del libro.

El fotógrafo no puede, no debe, permitirse el lujo de estar leyendo novelitas de pistoleros, bien sean éstos urbanos o a campo abierto, mientras en derredor pulula incesante un circo humano acalorado, semidesnudo e impredecible.

De modo que no queda alternativa sino circular entre la masa bronceada en busca, una vez más, de aquella elusiva imagen que sirva para redimir, que no justificar, el secreto gozo de existir en medio de aquella orgía visual.

Esta es mi colección de verano. Sirvan vuestras mercedes excusar el blanco y negro. Mi erudición no llega hasta donde se alargan los confines infinitos del Photoshop. Lo mio es cariño. Como el cariño inmenso que he vivido durante dos espléndidas semanas en la amorosa Cádiz.

 
 

 


 

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